Antiguamente —hasta la llegada del cristianismo— se denominaba prosélito al pagano que se convertía y abrazaba la religión mosaica. Según que cumpliesen o no todo lo prescrito por la Ley, se les llamaba respectivamente «prosélitos de justicia» y «devotos de Dios». Estos últimos eran los más numerosos, dispersos por todo el Imperio Romano, cuando los Apóstoles comenzaron la difusión del Evangelio. Debieron de ser numerosos los que también en Jerusalén, el día de Pentecostés, oyeron las primicias de la predicación y abrazaron la fe de Cristo recibiendo el bautismo (Hechos de los Apóstoles 2,11.41). Igualmente, san Pablo los encuentra en diversas ciudades y con una buena disposición para acoger libremente la palabra de Dios (Hechos de los Apóstoles 13,43).
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