Hacia mediados del siglo XV, los europeos se encuentran todavía prisioneros de su pequeño mundo. Más allá de las tierras de Occidente y de la cuenca mediterránea, la Tierra es poco conocida o ignorada, aun cuando viajeros como Marco Polo hayan ofrecido exactas descripciones de ella. La gran barrera es el Atlántico, que los marinos contemplan con angustia. Hacia el sur, las costas de África parecen estarles vedadas, a pesar de las posibilidades de navegación. No se va más allá de los promontorios de Marruecos, donde el cabo Noum (no) marca, con este juego de palabras, una barrera que se considera insuperable. Pero he aquí que, desde hace unos decenios, gracias al impulso dado por un pequeño país, Portugal, los dos grandes «problemas» de la época están resueltos: la circunnavegación de África, que permite el accceso directo a las Indias, y la travesía del Atlántico. Desde entonces, los europeos se precipitan hacia tierras nuevas. Con una simple bula, el papa divide el mundo en dos, dando una mitad a Portugal y la otra a Castilla. Comienza la era de los grandes imperios coloniales, que, juntamente con el Renacimiento y con la Reforma, inicia los tiempos modernos.
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